Carmesí

Photo by Jean Carlo Emer on Unsplash

 

¡Tacatá, tacatá, tacatá!

Las ruedas del tren marcan el ritmo, como un baterista de grupo metalero.

En la mochila, la colación sigue intacta. El olor del arrollado-palta insiste en engatusarme, pero la abuela Lucía dice que no hay que comer con pena. Que una miga de pan se te puede atragantar, y que, por andar lloriqueando, puedes irte “pa´l patio de los callados”.

Yo no le creo mucho. El sábado pasado la pillé llorando en la cocina mientras se zampaba una empanada recién salida del horno. “! Es por la cebolla, ¡niña!”, dijo cuando le pasé el paño de cocina para que secara su mejilla. De fondo, Sandro cantaba la canción de los labios de rubí.

Mi abuela siempre llora con Sandro. Dice mi mamá que el abuelo lo imitaba en sus años mozos y que, en una de sus presentaciones… conoció a Lucía. Desde ahí, “El Gitano”, ha sido parte de la banda sonora en cada junta familiar. Claro que desde que murió el tata, la radio como que… se olvidó de él.

Aún suenan José José, Palmenia Pizarro y alguna de los Ramblers. Pero de Sandro, poco y nada.

Mis compañeras de colegio me molestan porque canto canciones antiguas. Dicen que es música de viejos. Me envían éxitos de Trap y Reggaetón que suenan en la radio. Pero yo prefiero escuchar como Sandro regala el mundo, con la luna aferrada a su piel.

Quiero seguir el consejo de la abuela Lucía, pero el hambre es mucha. Abro la mochila y desenvuelvo el sándwich que preparó mi mamá. La palta chorrea por los bordes de la marraqueta y el arrollado no se ve tan picante. Trato de respirar hondo y le doy un par de mascadas. Sin embargo, tengo la garganta tan apretada, que no puedo engullir ni un bocado. Incluso me trapico un par de veces.

Después de unos minutos, tomo un poco de Bilz que llevo en la mochila y por fin puedo tragar. Parece que Lucía tenía razón: No es buena idea comer cuando hay pena.

Desde que salí de octavo básico, comenzó esta tortura dominical. Antes, era una niña feliz: Iba a la escuela con mis amigos de la villa, jugaba a los pilotos con la Cristi, mi hermana pequeña de 6 años y también, aprendí a cocinar con la abuela Lucía. Mis padres siempre han trabajado mucho, y poco tiempo nos dedican con mi hermana. A lo más, una salida a la plaza de Molina un domingo que papá tenga libre, y que… coincida también, con los turnos de mamá en el hospital de Curicó.

Debido a eso, pasamos mucho tiempo con la Cristi y mi abuela. La Cristi siempre se pasaba a dormir a mi cama cuando tenía pesadillas. Jugábamos a las escondidas dentro de la casa, aunque a Lucía no le gustara mucho. Y también, jardineábamos las tres el patio de adelante, para que la casa pareciera un castillo, como los que salían en la tele.

Toda esa felicidad se acabó el día de graduación de 8° básico. Mis papás estaban contentos porque fui la primera del curso. Cristi también estaba feliz, porque el restaurant al que fuimos tenía “salchipapas con kétchup”.

Yo estaba entre contenta y triste… Feliz por disfrutar a la familia reunida y triste porque no vería más a algunos de mis compañeros. La escuela del pueblo llegaba solo hasta octavo y desde ahí todos debían matricularse en colegios distintos. A lo más, me toparía con un par de compañeras en la micro rumbo al liceo de Curicó.

Lucía estuvo nerviosa durante toda la cena. Le tiritaban las manos y también tenía los ojos llorosos. Debió ser que algo sabía de la noticia que mis papás estaban a punto de darme. Sacaba su pañuelo a cada rato para secarse los ojos y trataba de cambiar el tema si es que mis papás hablaban algo relacionado con la escuela.

En eso, justo cuando llegó el postre, mi mamá lanzó la bomba:

          Hija: ¿Te acuerdas de tu tía Cecilia, la hermana de tu papá?

          Si mamá, la que vive en Santiago ¿cierto?

          Si, ella misma. Su esposo es profesor en el Liceo 7 de niñas y nos consiguió una matrícula para ti… Como tienes buenas notas, te aceptaron al tiro.

          Pero mamá, ¿ese Liceo queda en Santiago?, ¿no se supone que iba a ir a Curicó, donde irán todos mis amigos?

          Si Antonia, el liceo queda en Santiago, en Providencia. Es muy lindo el lugar, queda al lado del metro y tu tía vive en Maipú, cerca de la línea 5. Ya hablamos todo y te quedarás en la casa de la Ceci. Ahí no te aburrirás, en Santiago siempre hay algo que hacer, no como acá en Molina, que es un pueblo fome para las niñas de tu edad.

En ese momento el mundo se me vino encima. No sé que cara puse, pero la abuela Lucía me tomó la mano y la llevó a su cara. Entre sollozos, me susurró que me quería y que no me dejaría sola. Que me visitaría en Santiago y me mandaría cositas ricas para comer.

Con cada minuto que pasaba, las preguntas invadían mi cabeza: ¿Qué iba a hacer en Santiago? ¿Por qué no podía estudiar donde mis amigos? ¿Quién iba a abrazar a la Cristi cuando tuviera pesadillas?

Ahí fue que me envalentoné y sin soltar la mano de Lucía, le dije a mamá:

          ¡No!, ¡No me iré a Santiago! Me quiero quedar con la abuela y la Cristi. – vociferé desde la guata-

          ¡Antonia!,- gritó mi madre-. ¡Eso no está en discusión!

          Marce, tranquila, -mi papá daba la cuota de calma-

          No, es que Raúl, esta niñita no se manda sola. ¡Ella hace lo que nosotros digamos! En el Liceo de Curicó con suerte va a llegar a ser un agricultor como tú, o una Técnico en enfermería como yo. Ella tiene que aprovechar que le gusta estudiar y ser Abogada o Ingeniera.

          ¡Pero mamá!… no quiero dejar a mi hermana.

La valentía me duró hasta ese minuto y, de ser una intrépida guerrera defensora de sus ideales, me transformé en lo que realmente era: Una niña frágil viendo como arrebataban de su lado lo más preciado que tenía hasta ese momento.

 

Taca-tá… Ta…ca…tá

El tren se detiene en Rancagua, lo que indica la mitad del viaje y también, que la pena amaina. No sé por qué, pero siempre que el tren para en Rancagua, se acaban las lágrimas. Como si mi subconsciente supiera que estamos próximos a la capital y debo transformarme en una máquina del neoliberalismo: Sin sentimientos e individualista.

Hoy, extrañamente, desciende más gente de la que se sube, por lo que varios puestos quedan disponibles. A lo lejos, veo a un niño de mi edad caminando hacia mi lugar, al final del vagón. Se detiene en el asiento que da al otro lado del pasillo. Se acomoda cerca de la ventana y se despide de su familia que le hace chao desde el andén. En eso, el tren parte lentamente. Luego de unos minutos, el moreno rancagüino se lleva las manos a la cara, al mismo tiempo que las lágrimas se asoman por sus mejillas como una cascada tormentosa,

Siento pena por él. Pena por mí. Pena por darme cuenta de que no soy la única que deja el amor en casa, para ser “alguien en la vida”.

Llegando a Mostazal, el moreno de pelo corto ya no llora, pero solloza intensamente. Abre su mochila, saca unas Criollitas y un jugo en caja. No alcancé a advertirle…

Con la primera galleta que llevó a su boca comenzó a toser como un abuelo jubilado. Sin quererlo, el moreno de pelo corto confirmó la teoría de Lucía.

El asiento de la ventana no ayuda mucho con la pena. Mirar el horizonte con la mano apoyada en la cabeza es mas sinónimo de nostalgia que de algarabía. Miro al rancagüino del frente y lo noto, él debe pensar lo mismo de mí…

 

Pasaron 3 meses desde aquella cena post-graduación.

Ese verano lo disfruté a concho con Cristi y la abuela Lucía. Íbamos a todos lados juntas: Recolectábamos huevos por la mañana y recorríamos el canal buscando moras para hacer mermelada.

Agrandamos el jardín y plantamos unas orquídeas gigantes que un vecino nos trajo desde Villarrica.

Todo bien, hasta que llegó el 24 de febrero de ese verano.

Semanas antes habíamos ido a Santiago con mamá y papá para arreglar mis cosas. Conocí la casa y la pieza donde viviría. Mis tíos eran simpáticos, ambos buenos para el chiste y se mostraban muy receptivos. Nunca habían tenido hijos, por lo que esperaban con ansias que llegara a vivir con ellos. La casa era mas chica que la nuestra, pasaban micros a cada rato en la calle y el patio no tenía jardín, estaba lleno de baldosas.

Ese 24 de febrero, mi mamá sorprendió a todos al decidir que viajaría sola en tren. “Para que te vayas acostumbrando”, dijo muy orgullosa. A mi papá no le quedó otra que aceptar, y mi abuela no le habló a su hija por casi 1 año desde aquel día.

          ¡Cómo se te ocurre dejar a la niña sola!,- fue lo último que Lucía le habló a su hija por casi 12 meses.

Ahí comenzó la peor pesadilla llamada despedida.

Escuchar a la pequeña Cristi decir: “No te olvides de mi”, fue el inicio de una nostalgia crónica que recorre mi cuerpo incluso cuando estoy en clases.

Desde aquel 24 de febrero, viajo todos los fines de semana a visitar a mi familia. Curso 2° medio y tengo buenas notas. La tía Ceci es mi apoderada y envía semanalmente estatus actualizado de mi comportamiento académico y personal.

Lloro en silencio todas las noches, pensando que Cristina me busca para esconderse de los monstruos.

Cada cucharada de mermelada me recuerda a Lucía. Su imagen sentada al lado de la cocina a leña es un holograma que me protege cuando me siento sola.

A veces, en la semana después del colegio, voy al jardín Japonés del San Cristóbal. Es el único lugar donde me siento como en casa. Oler sus orquídeas me transporta a Molina y hasta puedo escuchar el grito de Lucía llamándome a tomar once.

Cada domingo, desde aquella tarde de febrero, veo a Cristina y a Lucía despedirse en el andén. Me tiran besos y gritan que me quieren. Mientras el tren toma su marcha, me aguanto el llanto para que no sepan que parte de mi corazón se queda con ellas en cada despedida.

No entiendo este mundo. ¿Por qué debo alejarme de mi gente para ser exitosa? ¿Por qué éxito y amor no van de la mano? ¿Por qué ser Ingeniero es mejor que ser campesino?

Si este es el camino para ser Ingeniera, prefiero trabajar la tierra que calcular proyecciones de venta con la garganta envuelta en llanto.

 

¡Tacatá, tacatá, tacatá!

Ya pasamos Paine… El moreno rancagüino se cambió de asiento, al parecer notó que lo miraba con atención.

Debería ir estudiando, mañana hay prueba de Física. Pero no, prefiero mirar el horizonte e imaginar que vivo en un castillo con un jardín gigante lleno de Orquídeas, mientras Sandro murmulla mil cosas sin hablar.

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