“El sol persigue a la luna, la luna se esconderá…”
Así comienza una infantil canción noventera que nos enseñaba de manera didáctica y fantasiosa, por qué el cielo cambiaba de azul a negro y de negro a azul cada 12 horas.
La canción hace referencia a un pequeño coqueteo entre el Sol y la Luna. La Luna se esconde al llegar la madrugada y el rubio astro se asoma por el Este todas las mañanas en busca de su doncella. Así se la llevan ambos, una buscando al otro durante la noche y el otro haciendo lo mismo, pero del otro lado.
La magia de mi inocencia infantil nunca puso en duda el supuesto amorío entre ambos. Sin embargo, a mis mal llevados 33, me pregunto… ¿no se cansarán de buscarse? Me refiero a que, está bien, puede haber cierto cortejo, que te buco, que me buscas, que me hago el difícil, que te miro de reojo. Pero… la Luna y el Sol se conocen hace 4.500 millones de años. ¿Se imaginan 4.500 millones de años coqueteando con alguien? Si a ustedes les parece mucho, imagínense a mí, que con suerte llegué a la segunda cita sin que mi boca me haya traicionado.
Según San Google, la Luna comenzó a ser parte del sistema solar, 95 millones de años después de su creación, es decir, fue la nueva del barrio. Me imagino cuando llegó al pasaje, en una casa pareada. De vecina tenia a Tierra, una tímida joven de buena situación. Desde un principio ambas se llevaron bien, se pasaban velas cuando se cortaba la luz y se invitaban al té de vez en cuando.
La cuadra la completaban el pequeño Mercurio, que siempre pasaba insolado, sobre todo en verano. La curvilínea Venus, que tenía a todos los de la cuadra embobados con su belleza. El colorín Marte, que era profesor de educación física y jugaba al tenis todos los domingos con el grandote Júpiter. En la casa esquina, vivía el matrimonio de Saturno y Urano. Urano era más bien frío, refunfuñón, pasaba encerrado escuchando tango, desde que volvió de la guerra que no se le vio por el pasaje. Por el contrario, Saturno era parlanchina, estaba a cargo de la junta de vecinos y siempre estaba organizando actividades. Vestía elegante, independiente si era lunes en la mañana o sábado en la noche. Combinaba a la perfección los colores de sus vestidos y sus joyas brillaban con el Sol. Además, todos adoraban a Saturno por su cálida forma de ser, su trato fácil y también por las deliciosas tortas que preparaba en año nuevo. Neptuno, hijo de ambos, era deportista de alto rendimiento, practicaba ciclismo de pista y representaba a la villa en los campeonatos intergalácticos. En la última casa del pasaje vivía Plutón, casi nadie hablaba con él, decían las malas lenguas que traficaba metanfetaminas con los planetas de las villas aledañas.
Cuando Luna llegó al vecindario, todos la miraban con recelo. Primero por el prejuicio de que solo salía de noche y segundo por su facha. En una época tan conservadora, era extraño ver a alguien dark caminando sin tapujos por la vereda, sin vergüenza al ridículo.
Todos miraban de reojo por la ventana cuando Luna salía tipo 6 de la tarde durante invierno. A pesar de que Luna sabía del recelo de los vecinos, nunca hizo oídos a los chismes y cada tarde salía de casa con sus botas con plataforma atadas hasta la rodilla, pantys negras acanaladas, una falda de cuero también negra, que cubría la mitad de sus muslos. El peto de cuero negro dejaba al descubierto el piercing de plata que colgaba de su ombligo y su pelo corto iba tan bien engominado, que el lado derecho de su frente parecía una ola perfecta extraída de alguna playa surfista.
Complementaban su outfit, un cárdigan de lana negra que le cubría hasta los tobillos y un par de aros de plata que cambiaban de color según su estado de ánimo.
Sus labios borgoña, hacían juego con su pelo granate. Y sus ojos color miel se escondían perfectamente detrás de sus pestañas negras.
Fue tanta la zalagarda por la nueva vecina, que los comentarios llegaron hasta la oficina del alcalde. El señor Sol Astaburuaga II no podía creer que una simple vecina pudiese generar tanto alboroto. Así que una noche, decidió salir de su oficina y partió a conocer a la nueva residente.
Luna estaba fumando un cigarro en un roquerío frente al mar, cuando vio de reojo que un treintañero rubio se acercaba a lo lejos. Parecía un hippie venido de alguna secta vegana. Vestía una túnica blanca con bordados terracota, chalas de cuero y pelo amarrado con una cola de caballo.
Cuando Sol Astaburuaga II divisó a Luna a lo lejos, no veía nada malo en su vestimenta, ni en su look gótico/trash. No entendía el revuelo que había causado su presencia. Cuando estuvo frente a ella, quedó hechizado ante la mirada de Luna, quien, al contrario de los demás vecinos, no hizo reverencia al notar su presencia.
Los ojos de Luna lo observaron fijamente:
- ¡Hola! Soy Luna
- Hola, me llamo Sol
- No te había visto por acá
- Es que salgo solo de día… Yo tampoco te he visto por acá, – respondió Sol, sorprendido con la personalidad de la joven-
- Debe ser porque, al contrario, salgo solo de noche, -respondió Luna, mientras apagaba el cigarro en una roca-
Así conversaron por largo rato. Luna le comentó que se llevaba bien con su vecina Tierra, que conversaban mucho y que el único problema entre ellas era que Tierra solo podía ocupar el agua, cuando Luna no estaba en casa, y que aún no entendían el por qué.
Sol le dijo que llevaba muchos años siendo el alcalde de esa villa, que tuviera paciencia con los vecinos, que era cosa de tiempo que se acostumbraran a ella. Que conversaría con ellos para que bajaran un cambio.
Mientras ellos conversaban, Tierra, en su casa, despertó asustada pensando que llegaría tarde al trabajo, ya que estaba claro y según ella, el despertador no había sonado. Pero vio el reloj y notó que eran las 3 de la mañana – ¡¿Pero ¿cómo?, no entiendo nada! -, alcanzó a decir antes de caer nuevamente a la cama y seguir durmiendo.
Cuando el amanecer se asomaba por el Este, Luna entendió que debía despedirse. Agradeció a Sol por la conversación y también por darle calor en aquella fría noche de invierno. Quedaron en juntarse otro día u otra noche, a tomarse algo por ahí. Quien sabe, entre medio de un café o de un buen vino, podrían atreverse a decirle al otro que se habían gustado.
Al llegar a casa, Luna conversó con su amiga Tierra sobre el rubio que había conocido en la playa. Tierra le aconsejó que lo olvidara, que lo suyo no era posible, que “amor de lejos no es parejo”. Que ella vivió lo mismo con Marte, hasta que descubrió que el colorín la había engañado con Venus y que de esa aventura habían nacido 2 hijos: Fobos y Deimos. Le dijo que todos los hombres eran iguales y que no se dejara engañar por ese rubio con cara de hippie buena onda.
Luna hizo como que la escuchaba, pero su mente estaba con el rubio. Por primera vez su panza le daba vueltas, y no por hambre. Se despidió de Tierra y se fue a acostar, esperando encontrarse nuevamente con Sol, en la playa o en el campo.
Desde esa noche, hace mas de 4.500 millones de vueltas. Sol y Luna se han visto periódicamente 2 veces por año. Una vez en la noche y otra en el día.
Cuando habían pasado ya una docena de citas, Luna decidió declararle su amor a Sol. Le dijo que lo amaba, que le gustaba conversar con él. Y que disfrutaba mucho, aunque fuera 2 veces por año, poder verlo y estar a su lado.
Sol respondió que también la amaba y que esperaba con ansias esas 2 citas anuales para contemplar su belleza.
Se les ocurrió la idea de ocupar a las nubes como mensajeras. Se enviaban cartas de amor y mensajes coquetos.
De vez en cuando, Sol le encarga a su amigo Halley, que es vendedor ambulante, que le lleve un ramo de flores a su amada. Y a su vez, Luna responde gracias con una estrella fugaz.
Un par de días al mes, Luna se queda merodeando por ahí durante la mañana. Lo hace para mirar a Sol a la distancia. Siente que así la espera de volver a verlo se hará más corta.
Ambos acordaron que las 2 juntas anuales se harían en un pequeño pueblo del norte de Chile. Las playas son cálidas y también pueden tenderse entre los cerros a mirar las estrellas. Sol le cuenta la historia de cada una de ellas, las conoce porque son su familia. Luna a su vez, le enseña el pequeño truco de mover el mar, haciendo bailar las olas al son del viento sobre las rocas.
Tierra los mira desde lejos. Gracias a ellos, volvió a creer en el amor.
Se enamoró nuevamente, esta vez de Halley. Lo conoció una tarde de septiembre. Él pasó por la vereda vendiendo volantines mientras ella regaba el jardín.
Lo ha visto 10 veces desde entonces, una cada 75 años.
Tierra entendió que lo importante no es la distancia, que “amar de lejos si es parejo”, siempre que exista amor.
Un comentario
Fue muy entretenido imaginarse todo el relato. Gracias, me gustó mucho!