El origen de las cosas es algo que me intriga desde que aprendí a leer. Siempre quise saber cómo se creaba todo. Donde comenzaba un río, cómo nacen los arcoíris o en que momento el corazón deja de latir.
Mi cerebro explotó cuando en la escuela, por ahí en 4° o 5° básico, la profesora preguntó: ¿Qué fue primero niños, el huevo o la gallina?
Desde ese instante, mi mente, que solo diferenciaba la decena de la centena, descubrió un universo paralelo lleno de dudas y cuestionamientos. Le di vueltas a la interrogante de la profesora durante noches y no podía decidirme por una de las dos. Por más que leí al respecto, ningún autor explicaba con claridad, si primero fueron las plumas o la cáscara. Agoté tanto la paciencia de mis padres, que, al 2° día de preguntar lo mismo, compraron un libro de biología de segunda mano.
Exprimí a tal punto su conocimiento, que cuando comenzaron a responder “porque si” o “porque no”, me inundé en los libros de historia y los suplementos de ciencia que venían en el diario.
Ahí descubrí, por ejemplo, que las auroras boreales se generan debido al choque de rayos gama con el campo imantado de la tierra. Que los arcoíris son infinitos, por lo que nunca podría encontrar el tesoro prometido, y que, si tragas una semilla de sandía, es imposible que crezca un tallo en el estómago.
Siempre que leía, me imaginaba siendo testigo del hecho mismo. Ayudando a Edison con los filamentos de su ampolleta o cabalgando junto al Mio Cid.
Pensaba: Debe ser genial ser testigo de una historia, de algo que viva por la eternidad.
Ahora más grande, y con un blog por actualizar semana a semana, entiendo que mi sueño de pequeño era ser escriba. Ser espectador del suceso y poder describirlo en palabras.
Me gustaría escribir, por ejemplo, que somos campeones del mundo, que la vieja por fin se murió o que Chile es un país justo. No sé, estar en algo que sea parte de la eternidad. Algo que merezca ser recordado.
Escribir de la calle Ecuador o de Nataniel. Redactar la portada del diario, cuando Lautaro de Buin suba a primera. O que el Hospital San Luis tiene la mejor atención del país.
Escribir del amor, de aquellos que aún creen en lo eterno. De alguna pareja que en tiempos donde nadie escucha a nadie, sigan oyendo su corazón. Que se miren a los ojos, que decidan vivir juntos. Que tal vez, contra todo pronóstico, un día decidan ser padres y ya no sean dos, sino que una familia. Que cometan errores. Que, para su hijo, elijan de padrino al amigo borracho del barrio. Que se peleen, porque, aunque duerman juntos, cada uno sigue teniendo sus propios miedos y vacíos.
Me encantaría ser testigo de una historia así.
A pesar de mi interés por la ciencia, y que los números se me hacen fácil, ya no quiero escribir sobre un invento o la energía nuclear. Quiero testificar sobre una historia y contarla en versos.
Un amor contemporáneo, que comience con miedo, enredado en la cobardía del chat. Escondiendo mariposas estomacales detrás de una pantalla. Que el teclado sea la distancia, y que se acorte con cada zumbido, con cada corazón enviado.
Atestiguar su primera impresión: Él pasado de kilos, Ella faltante de abrazo.
Describir las miradas y metaforar los escalofríos. Comparar cada latido con el trote de un percherón.
Registrar todo en un cuento sin sentido, sería para mi suficiente. El sueño cumplido.
Comentar, por ejemplo, que, a pesar de sus ronquidos, Ella le acaricia el pelo cuando despierta por las noches. Y que Él la quiere mucho, aunque no lo diga tan seguido.
Registrar en prosa la primera foto de su hijo Emperador. En un blanco y negro sin definición. Como el test de “Roschard” de los psicólogos.
Ese es mi sueño, ya no quiero saber si la yema o el cacareo nacieron prematuros. Si los ríos nacen en la cordillera o en el sereno. Si Lautaro llega a primera.
Quiero sentarme en primera fila, con libreta y lápiz pasta. Versear los actos que entristecen y las risas que se amargan. Los te quiero sin saliva y las lágrimas cruzadas. Rimar cada mirada como una décima de nueve, y no guardarme ni el respiro.
Poner punto suspensivo en cada capítulo. Que el lector imagine el desenlace. Los detalles serán tantos, que el camino será el mismo, no importa su arquitecto.
Si las esquinas de la vida me cruzan con una historia así, podré respirar tranquilo.
Si logro esto, no hará falta el arcoíris. Escribir sobre el amor ya será un tesoro.