Debido al infernal calor de diciembre, acabo de abrir los ojos antes de mi alarma. Maldigo en mi cabeza el infortunio de estos 15 minutos menos de sueño, que inevitablemente me pasarán la cuenta a media mañana.
Cuando mi proactivo cerebro comienza a analizar la agenda del día, un suave ronquido me recuerda tu presencia y también, mi enojo infantil de anoche, por no seguir abrazándome antes de dormir.
Te giras de un lado a otro, incansablemente, como todas las mañanas. Iniciando así, el ritual que anuncia la pronta llegada de tu alarma, llena de tarros y guitarras eléctricas.
Mientras te observo, me arrepiento haber puteado por despertarme antes de tiempo. Prefiero tomar estos minutos como un regalo, para así contemplar como giras en la cama por sexta vez, aun sin abrir tus ojos.
Me gusta mirarte cuando duermes. Me intriga saber en qué mundo vives cuando los párpados son la frontera de tus ojos.
Como el mejor agente secreto, acaricio suavemente tu cuello, esperando no despertarte. ¿Qué dirías si despiertas y me sorprendes?
No lo sé, creo que preguntarías por qué no seguí durmiendo. O me dirías por qué no estoy en Instagram, viendo las copuchas de mis amigas.
Ya llevas doce vueltas en la cama y suena tu alarma, estiras tu brazo y la apagas. ¡Qué suerte! No alcanzaste a descubrir mi improvisado oficio de vigía matutino.
Comienzas a despertar, me hago la dormida.
Te giras y me abrazas, la deuda está saldada.
Espero que mañana también despierte antes de tiempo, y así repetir estos 15 minutos de paz. Solamente para mirarte en silencio.