El peor accidente que le puede pasar a un amante contemporáneo del caminar es: Salir sin audífonos. Es equivalente a un Uber sin Waze o ir al súper sin la bolsa reciclable.
Ayer, justo antes que mi jefa se percatara que no había terminado el informe de ventas, salí de la oficina a las 6 en punto, con la velocidad de un avestruz arrancando de su depredador: Una leona que no entiende de justificaciones ni errores.
Como todo en mi vida, no lo preví. Marqué la salida confiado en que los audífonos estaban en la mochila, y caminé raudo y veloz como un exiliado de Sodoma, sin mirar atrás.
Al salir del ascensor, me despedí del guardia y dispuse mis oídos a escuchar el disco en vivo de Pearl Jam. Lo habían lanzado el lunes y recién ayer jueves pude bajarlo pirateado. Si, lo sé, todas las bandas en vivo suenan igual, todos sus conciertos tienen cierta similitud, pero este era distinto: Era el “Live in Santiago 2015”. Porque estuve ahí, al lado de Luis, mi fiel vasallo, sudando y cantando hasta quedar sin voz.
Al salir del edificio, busqué en mi mochila los audífonos, pero no los encontré. Fue como un micro infarto, similar a cuando tocas tu bolsillo y no está el celular. Di vuelta la mochila de proa a popa, revisando hasta los bolsillos que nunca se ocupan. Incluso miré dentro del tupper del almuerzo, pero nada.
Ahí recordé que en la tarde se los presté a Cristóbal, el robusto practicante que llegó hace poco a la oficina. Estaba a punto de empezar una reunión por Teams y había olvidado los audífonos en casa. De buena onda y como su tutor, le pasé los míos… Ahora me arrepiento.
¡Por la cresta! Grité fuerte y corto. Sorry Cris, pero después de esta, no esperes un 7 en el informe de práctica. Una cosa es la pega, y otra, tener la valentía de no devolver los audífonos y arruinar mi caminata semanal por el Forestal. Como no podía regresar, por miedo a ser devorado, tuve que seguir mi camino, con la cola entre las piernas, con ansias de llegar pronto a casa y escuchar a mi banda favorita.
Fui puteando en mi cabeza un par de cuadras. Me aburrieron tanto los bocinazos y el ruido de la calle, que decidí tomar el metro.
El andén estaba lleno hasta las masas. Como no, si era viernes y jugaba Chile, todos querían llegar a sus casas para prender la parrilla y ver el partido. Al quinto tren, recién pude entrar al metro, digo pude, porque la verdad es que me dejé llevar por la multitud. Era como estar en cancha, en el concierto del 2015, solo faltaba corear las canciones y que la señora de la cartera pasara sobre nuestras manos, para llegar a su asiento.
Íbamos tan apretados, que me sentí como un fideo en paquete Carozzi, pero de los 87´. Las piscolas y los asados han hecho lo suyo en este cuerpo.
Son 5 las estaciones que separan la pega de mi cama. ¿Saben cuántas cosas pueden ocurrir en 5 estaciones?, se las enumero:
- Que, en una acelerada brusca, alguien se agarre del freno de emergencia y quedemos atrapados en el túnel por 2 horas
- Que alguien no aguante cierta necesidad humana y decida expulsar sus gases dentro del vagón
- Que, tristemente, alguien decida conocer anticipadamente a San Pedro lanzándose a las vías
- Enterarme de la vida de los demás
Hice la lista como relleno, para que no piensen que soy medio psico, pero es que entre toda esa gente que había dentro del metro, y luego del alboroto que generó el aviso del cierre de puertas, mi vista quedó fija en el celular de una rubia cuarentona. Entre nos, no sé cómo lo hacía para ir chateando con su amiga y a la vez mantener el equilibrio.
Traté de mirar a otro lado, pero era imposible. Con una mano apenas me apoyaba en el techo y con la otra afirmaba mi mochila.
Para que hablar del aroma que disfrutábamos ahí dentro. Una mezcla entre pastizal seco, baño de terminal de buses y guatitas cocidas (odio las guatitas).
Lo único que alcancé a leer en la pantalla de la rubia, fue:
- Dijo que no me quedara con la forma, sino que con el fondo. Que igual me quería, pero que todo era por nuestro bien, que lo hizo por nuestra familia. Que, en parte, yo tuve la culpa. No sé qué hacer, tuve que maquillarme para que no se notara.
En eso, luego de una frenada media brusca, su rubia chasquilla, estilo Amelie, dejó entrever lo que tanto temía mostrar: Un suave tono lila asomaba por su párpado, llegando a la frontera superior de su ceja. El maquillaje hizo lo suyo, pero de cerca, el impacto era evidente.
Después de aquel descubrimiento, y abogando a la privacidad, me fui mirando el techo todo el camino, como Miguel Ángel, cuando deliró con la virgen. Esperando que Santa Lucía fuera la siguiente estación que anunciaran por los parlante, pero quedaban dos para mi destino.
Al llegar a mi estación, toqué el hombro de la rubia, pidiéndole permiso. Miró hacia atrás y noté que un par de lágrimas caían de sus ojos. Solo atiné a sonreír afectivamente, intentando simpatizar y traducir ese gesto en un: “tranqui, todo va a estar bien”.
Bajé del metro y caminé a casa. Pensando en el maquillaje arruinado de aquella mujer, con las lágrimas negras que caían por su nariz, como si fueran lava de tristeza que expulsa el corazón a través de los ojos.
Fuera de la empatía misma, la situación me provocó cierto apretón de guata, que ni un trago de saliva podía digerir. Me pregunté por qué me afectaba tanto, y luego de divagar por mi memoria, recordé que mi madre repetía esa frase todas las noches, excusando a mi padre de haberse enojado y puteado por no aprenderme la tabla del 3, o por no escribir sin salirme de los cuadritos. – Es por tu futuro, es por tu bien. Él igual te quiere-. Lo repitió tantas veces tratando de calmarme, que con el pasar de los años, su tranquilizante para el dolor no fue suficiente y tuve que encontrar paz en otros remedios, algunos con receta retenida y otros con gusto a cebada.
Quédate con el fondo, no con la forma.
Como si esa frasecita fuera un alivio, una sobada de lomo, una sal de fruta un domingo por la mañana.
Y aún más, la excusa es tan potente, tan única para el que la dice, que no viene acompañado ni de disculpas, ni arrepentimiento. Y para que decir del seguimiento al daño, no existe. Como si esa sobada en el lomo fuera suficiente para maquillar el morado del ojo, o te hiciera sentir menos inútil.
Cuando sobran las excusas y falta arrepentimiento, no hay amor. Pero es difícil notarlo, tanto para el dueño del pretexto, como para esa rubia con melena perfecta.
Ese tipo de actitudes deberían desaparecer. Como la esclavitud, como la peste negra.
Entregar “amor” de esa manera debería estar prohibido, como el canal Disney en los monasterios, como la cobardía en la guerra, como el hambre en nuestros días. Así, no precisaríamos de fármacos para dormir, ni un par de botellas para sentirnos en compañía. La falta de amor causa estragos, pero mas daño causa el no ser conscientes de ello.
Como en un pestañeo, ya estaba dentro del edificio. Me sentí como un velocista olímpico. Según yo, esas dos cuadras pasaron en menos de 20 segundos. Saludé al conserje, quien me entregó una encomienda que llegó en la tarde, eran los libros de Casciari que había encargado la semana pasada. Pensar el universo de mundos que descubriría en los libros del argentino, me soltó el nudo en el estómago y el hambre se apoderó de todo mi ser. Había fila en el ascensor, así que subí por las escaleras.
Llegué frente al 1507 con la lengua afuera y respirando como un buzo saliendo del agua. Abrí la puerta, tiré la mochila, tomé un vaso de agua al seco y conecté el celular al equipo, para escuchar el disco en vivo.
Cuando estaba sonando la primera canción, una llamada entrante interrumpió el coro de Eddie. Por enésima vez en la tarde, putié al aire.
¡Por la chucha!
Era un número desconocido. Contesté y la voz de Cristóbal se escuchó del otro lado. Me llamaba para devolver los audífonos. Le dije que ya estaba en casa, que lo viéramos el lunes. Contestó que no, que renunció a la práctica porque la jefa lo gritoneó delante de todos. Me preguntó dónde vivía para pasar y entregármelos. Le di mi dirección, dijo que llegaba en media hora.
Al colgar, sonreí:
“Está bien Cris, por desafiar a la leona tienes mi admiración, y por los audífonos… Te ganaste el 7”