Escribiré tu nombre con sangre

Photo by Annie Spratt on Unsplash

 

Desde pequeño, el ser humano vive mas problemas que aciertos, más dudas que certezas.

Partiendo por el nacimiento, que hace pasar a la mujer por el dolor físico más grande que haya sentido (aquí no fue necesario una muestra aleatoria). Y al hombre, el que se hace cargo, por la mayor incertidumbre que haya enfrentado.

No tengo hijos, pero la calle habla, y yo, soy bueno para escuchar.

Sin embargo, existe un capítulo dentro de la historia, anterior al nacimiento, que podría bautizarse como el primer conflicto que generamos: Nuestro nombre. Sí, el nombre. Aquel sustantivo propio que nos acompañará desde antes del parto, hasta nuestra lápida. Aquel mote o chapa con el que nos llamarán desde la calle para jugar a la pelota, o el que nuestros padres gritarán con tono áspero, cuando nos mandemos una cagada.

Algunos tenemos 2, otros 3 y los más egoístas solo 1. Unos son originales, otros no tanto. Algunos se inundan en creatividad y otros caen en el abismo de lo tradicional.

Mis padres eligieron el mío a última hora. El domingo de la semana 39, justo antes de la contracción mas larga. Hicieron sobremesa a la once y comenzaron a jugar Carioca, apostando que, el que ganaba, tenía el derecho inalienable de elegir el nombre de aquel endemoniado ser, con ganas de pronto ver el sol, para escuchar en vivo a Los Prisioneros.

Carlos Iván, nombres goleadores, era la apuesta de mi padre. Y mi madre, fanática de Clapton y de la música brasileña, jugó todas sus fichas a Eric Leandro.

Las primeras partidas, fueron para Héctor, obvio, hacer dos tríos no es de genios. Y Miriam ganaba las más complicadas por paliza. Mi madre tenía todo para ganar, hasta que, en los 4 tríos, mi padre se rajó con 3 joker y un intrépido As de trébol, que llegó desde el cielo a salvar su honra futbolera. Todo se definió en la Escala Real.

Miriam, como era la mano decisiva de un premio tan noble, jugó corazones. Y Héctor se quedó con la pinta mas repetida en su mano. Su ego estaba tan derrotado, que debía vencer a toda costa. Y si ganaba con pica o diamantes, poco importaba.

Con el pasar de los minutos, los corazones solo necesitaban de su reina para ganar, mientras del otro lado, 6 cartas de rojo y 6 negras dejaban a mi padre indeciso y de brazos cruzados.

Ya podrán deducir quien ganó.

 

No se por qué la gente se complica tanto en bautizar (no hablo de ceremonias religiosas) a sus hij@s. Está bien, tu nombre debe rimar o tener cierta relación con tu apellido, para evitar la cacofonía, o el sobre poblamiento de sílabas. Pero no creo que sea motivo de conflicto. Creo hay cosas más importantes en la vida de una persona. Tu nombre puede ser perfecto, con las sílabas justas y con las vocales en orden, pero poco sirve, si como persona eres una mierda.

Textos atrás escribí que, mi mayor miedo, era que mi nombre bautizara alguna calle, pero les mentí.

Hoy descubrí que el mayor miedo no era referente a mí, (abandoné a mi Leo ascendente), sino a los que me rodean.

Y sí, tiene que ver con los nombres de mis seres queridos.

Pero no tiene nada que ver con calles, canciones o libros. Me sentiría orgulloso si jugáramos una pichanga en el parque Aurora Rodríguez. O defender los colores del “Juventud Marcelo Acuña”. Pero luego recordé que los homenajes en Chile suelen llegar tarde, y si algún parque lleva un nombre que mi corazón recuerde, es altamente probable que ya no pueda invitarle a tomar once.

Hay homenajes que llenan el alma. Como el libro que Casciari le escribió a su madre, como Yolanda cuando escuchó a Milanés, o como la primera carta, que lleva tu nombre al principio y una estela de ternura que desemboca en un pequeño “te amo”.

Pero hay otros que llaman a la nostalgia e incluso a la injusticia, y la historia los transforma en inolvidables, en recuerdos con espinas, en memoria árida.

Uno de esos casos, es el de Eduardo Miño, quien se inmoló frente a La Moneda en el 2001, exigiendo salud para las víctimas del asbesto. Eduardo vio como sus vecinos y amigos de la villa Pizarreño en Maipú, morían de Mesotelioma Pleural, que es el cáncer producido por aspirar asbesto de manera continua. Eduardo pertenecía a la ACHVA (Asociación Chilena de Víctimas del Asbesto), y al notar que sus reclamos no eran escuchados por la autoridad, tomó la decisión de quemarse a lo bonzo frente a la casa de gobierno, esperando con ese acto, que sus reclamos fueran escuchados y también, dar a conocer la situación de su vecindario a todo el país. Unas cuantas horas después de prenderse fuego, falleció en la Posta Central.

Su familia nunca pensó que esa mañana sería el último desayuno, y tampoco soñaron, ni en sus peores pesadillas, que las cenizas de Eduardo estarían repartidas por la plaza Constitución. Tal vez, si es que algún día fallecía, ojalá de viejo, quería que sus cenizas fuesen lanzadas al mar o esparcidas en algún lugar del Cajón del Maipo. Creo que jamás imaginó que terminarían siendo recogidas por algún funcionario de aseo municipal, o que quedarían incrustadas en alguna ventana de las oficinas del centro.

Miño fue el primer single del disco “Canción de lejos”, del grupo Los Bunkers. Una de las más escuchadas de la época, aunque no se si estará en la lista de preferidos de los hijos de Eduardo.

Luego del fallecimiento de Miño, en Chile comenzó a generarse conciencia del uso excesivo de asbesto, presente en la mayoría de los hogares. Hoy existe un proyecto de ley, llamado “Ley Eduardo Miño”, que busca proteger a las víctimas del asbesto y también encontrar justicia para las familias de los fallecidos por enfermedades relacionadas.

Y así, los casos siguen. Varios mártires acompañan los nombres de las leyes que, se supone, debían protegerlos. Como si estuviéramos en la época colonial y debiésemos esperar la muerte de un ser querido para dejar de cruzar los brazos. Los nombres no fueron creados para bautizar leyes, los nombres fueron creados para dar vida, para identificar a una persona, no a un ataúd.

Ricarte, Emilia, Zamudio, Gabriela. Son algunos de los que están sonriendo en otro mundo y dejaron su huella en el nuestro.

Los mártires son del pasado, hoy somos seres pensantes. No es necesario morir o mutilarnos para que una ley nos proteja. No queremos leyes con nombres de personas, ni de ciudadanos ni de políticos. Queremos leyes únicas que vengan a servir a la justicia, para no tener que escribir con sangre cada nombre que las bautiza.

De nada sirve ganar al Carioca o hacerle un homenaje al abuelo, si tu nombre terminará acompañando la misma ley que te llevó al cielo.

Nadie merece arder para ser escuchado.

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