Salgo del ascensor y camino dos puertas a la derecha, como decía el mensaje de WhatsApp. Me detengo frente al 705 y espero que algo, en el subconsciente moral, me obligue a tomar el ascensor de vuelta y reanudar la rutina, (monótona por lo demás).
Toco el timbre nervioso, los tacos tras la puerta aumentan el volumen con cada paso, las pulsaciones comienzan a acelerar. La cerradura suena por dentro, el gruñir de la puerta comprime mi estómago y erupciona latidos a través de mis ojos.
Finalmente, la puerta da paso a la luz exterior y la sombra del arrepentimiento ilumina el pasillo del piso 7.
Son las 4 de la tarde, de un acalorado sábado de enero, y estoy a punto de comenzar un viaje sin retorno. Frente a mí, una escultural mujer viste una bata transparente que trasluce una piel blanca por naturaleza, y bronceada por elección. Una lencería de encaje negro digna de Moulin Rouge se asoma sobre sus piernas. Su sonrisa cubierta de labial rosado me invita a pasar.
Quedo pasmado ante los ojos marrón intenso que hacen match con sus párpados celeste. Un pelo caribeño castaño, con esos rulos interminables que parecen esponja, llama mi atención de sobremanera. Su semblante seguro delata experiencia. Nota el nervio evidente de la situación, toma mi mano y tras un leve tirón, me sitúa a un costado de la mesa de arrimo. Con el taco de la pierna derecha cierra la puerta, mientras me besa suavemente apoyando mi cuerpo contra la pared. La cercanía de la escena permite apreciar en primera fila sus senos tenaces, un cuello largo como lunes después de año nuevo y los tatuajes que afloran sobre su hombro. (Mis ojos son como el sol, y su espalda, la cordillera de los andes queriendo ser iluminada).
El perfume cítrico que emana de su piel hipnotiza mi olfato, y de pasada, mi instinto animal que tanto extrañaba. En ese momento pienso: ¿qué hago con el corazón en mi garganta a punto de explotar?
Continuará…