Arcoiris

¡Eeeeo!

¡Eeeeeeeeeooo!

Ese pequeño hiato se ha convertido en el sistema de comunicación más sofisticado del último tiempo. Es como el llamado de Mowgli buscando a Bagheera en el libro de la selva. Aunque en esta jungla, escasean los humedales y sobran los pantanos de cemento.

Nadie sabe quién emite el primer ¡Eo! de la noche. Pero todos sabemos que siempre va a encontrar una respuesta. De algún despistado vecino que está fumando con la ventana entreabierta, o de alguna veinteañera que está tomando una copa de vino en su terraza.

Y no es que mi barrio tenga complejo de Freddie Mercury. Solo queremos saber si hay vida detrás del arcoíris de cortinas que hermosean los edificios.

La rutina en cuarentena ha sido de lo más llevadera en este último tiempo. Aunque en un principio me costó bastante. Caí en varios destellos de locura que, ahora entiendo, fueron necesarios para mantener el equilibrio emocional.

A la segunda semana de encierro me mandé un Britney y me rapé. En la 4° semana tomé todos los días, hasta quedar con hipo, como en las películas de Cantinflas. Pagué un gimnasio online en el que ni siquiera me he registrado, y aun espero con ansias las zapatillas deportivas que compré en Aliexpress.

Con el correr de los días, asumí que esto del confinamiento tenía para rato. Así que comencé a aplicar medidas para llevar el encierro de mejor manera: Por sanidad mental, dejé de ver el recuento oficial del gobierno al medio día. Es que, aún conservo esa mezcla de rabia y pena, cuando cierto ministro dijo que hubo un récord de muertes. No sé en qué punto, este gobierno piensa que morir es un deporte, pero desde ese día no veo canales nacionales. También me compré un par de libros de Diaz Eterovic. La docena de hojas que leo al día, me hacen imaginar las intrépidas aventuras del detective Heredia, con quien me siento plenamente identificado.

Hago ejercicios por Zoom dos veces a la semana. Debiesen ser 3, pero mi amiga Marce tiene esa manía de hacer clases los sábados a las 9 am. Es que, si me dan a elegir entre subir 5 kilos en pandemia o dormir 2 horas más un sábado, la Marce pierde la batalla por goleada.

El último mes comencé a ocupar el balcón del departamento más seguido. Con el frío y la lluvia ha sido un poco más complicado. Sin embargo, la mantita de lana que me tejió la abuela Aurora ha resultado ser una buena aliada contra las bajas temperaturas, y sin pensarlo, también contra la soledad. Tener esa manta bicolor en mi espalda, me recuerda esas tardes de sábado en su casa, frente a la radio, tomando mate con ella y escuchando tango. Ese olor a parafina que emergía de la vieja y oxidada estufa, que se mezclaba con el vapor de la tetera, que a cualquier hora del día se mantenía hirviendo.

Los colores de la manta son verde y negro. El verde me recuerda al mate, y el negro, a las oscuras noches de invierno en Buin. Cuando la lluvia y el viento azotaban el poste de la luz y nos quedábamos sin electricidad por un par de días.

En esos mismos días sin luz fue que el tío Armando, hermano de la abuela, comenzó a inculcarme el vicio del juego. Cada mano de brisca que jugábamos era un grano de arena que la ludopatía sumaba en mi subconsciente. No alcanzaste a conocerlo, eras un bebé cuando   Armando partió a jugar brisca con Gardel.

Me agrada el balcón del departamento, no tiene una vista privilegiada como aquellos ventanales que miran a la cordillera. Pero tiene una infinidad de micro mundos que asoman en cada ventana a la que tengo acceso visual.  La señora del edificio del frente se esfuerza todas las mañanas en su clase de zumba. El niño del departamento de abajo y sus clases de guitarra eléctrica. La pareja de amigas que todos los viernes destapan la primera botella de vino escuchando a Silvio, y terminan la noche bailando con Bad Bunny. El caballero del edificio rojo de 5 pisos, que todas las tardes riega sus plantas lentamente al ritmo de Lucho Gatica.

En fin, una suma de universos paralelos que sin darse cuenta viven bajo el mismo techo, pero que respiran distintos aromas y viven en distintos tiempos. Algunos en la oscuridad de sus inviernos y otras en la plenitud de su primavera.

Y ahí estoy yo, en primera fila. Con la mantita bicolor tapando mi espalda y tomando mate.

Uno de estos días de lluvia, mientras estaba en el balcón, tomé el teléfono y llamé a la abuela para preguntarle cómo estaba, si es que en Buin estaba lloviendo también y si alguien la había visitado. Tuve que gritar un poco, ya que está quedando media sorda. A veces me responde lo que le pregunto y otras, no le achunta ni por si acaso. Yo la entiendo, como no hacerlo. A sus 90, con 7 hijos a cuesta y el triple de nietos criados, un poco de sordera es más que aceptable.

Me dijo que me quería mucho, que me preparara una sopita de chuchoca para el frío y que no estuviera tomando el fresco.

Me colgó antes que le pudiera decir que la extrañaba.

Si me viera Aurora sentado a la intemperie, de seguro pondría el grito en el cielo y me llevaría de una oreja a la cama.

Me dejé barba, en un momento pintaba para bien. Pero ahora que ha crecido más, me hace parecer al Náufrago, pero en el final alternativo, donde no lo rescatan. Hablando de eso, también tengo un Wilson. Así le puse a mi guitarra. Durante las primeras semanas no la consideré mucho, solo la toqué un par de veces, pero ahora está dentro de mis prioridades. El brillo de su negro azabache y sus cuerdas plateadas, me miran coquetamente todas las tardes mientras trabajo remoto. En cada pausa que tomo entre los inventarios y las ventas, está ella. Me es inevitable tomarla y tocar una canción. Alguna de Los Bunkers o de Audioslave. Pero en los últimos días de lluvia, en Cerati han caído todas las preferencias. Es que, para mí, Gustavo es sinónimo de lluvia. La lluvia y Cerati son como la coma antes del pero, la primera con el embrague, la ensalada chilena con el pastel de choclo.

He llorado poco, pero si he extrañado, tanto así que la nostalgia se ha vuelto mi consejera. Tenemos sesiones todas las noches, antes de dormir. Le cuento lo que me pasa con la cuarentena. Ella muy sabia, solo escucha.

Después de varios días sin decirme algo, una noche me aconsejó que escribiera lo que sentía. Que me iba mejor escribiendo que hablando. Y que una vez escrito, lo leyera en voz alta y después lo quemara. – ¡Que te pasa amiga!, ¿estuviste leyendo a Pilar Sordo? -, le pregunté efusivamente después de escuchar semejante consejo. No hubo respuesta. Su sabiduría fue más grande que mi hostilidad.

Después de un par de minutos, a regañadientes, le encontré razón y escribí. En un principio no sabía a quién iba dirigido, pero cuando cerré los ojos y dejé la razón de lado, supe que era para ti, hermano mío.

Momentos

Quien iba a pensar que sería el último abrazo.

De haberlo sabido, te hubiese apretado unos segundos más.

El pasado que no ocurrió es igual de incierto que el futuro que no ha llegado,

Pero me mata saber que el presente es sin ti.

Te extraño cada día que pasa,

¿aún se te marcarán las margaritas cuando te ríes?

¿Vivirás aún de los sueños? ¿seguirás teniendo ese don?

No lo sé, pero ruego que sí.

Ruego que este tiempo maldito no haya cambiado esa habilidad en ti, esa que muchos te critican, pero que yo admiro. Esa fascinación por encontrar luz en plena madrugada, de ver colores donde todos miran grises, de encontrar vida donde reina la sequía.

Envidio la segunda mirada que le das a todo. Esa que abunda en lo emotivo y escasea de pies en la tierra.

Por eso también te extraño, creo que ambos necesitamos la dosis del otro para mantenernos en equilibrio.

¿Seguirá siendo tu abrazo la cura para mis noches de angustia?

Espero que sí, porque ya no aguanto vivir sin uno de esos.

 

No sé si se me da mejor escribir que hablar. Pero no quemé el papel.

 

 

Pd: Te extraño, llévale un pastel a la abuela

2 comentarios

  1. Te pasaste! En pandemia me puse a armar maquetas de «Gundam Wings» articuladas, así q dependiendo del día cambia la pose…hoy juegan básquet, ja!

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